Porque el machismo es ante todo, un problema masculino.
Cerca de 1.000 mujeres asesinadas desde 2003. Una cifra que debería bastar para que la violencia de género fuera percibida como el problema más grave de nuestra sociedad. Un tipo de violencia que es sólo una más de las muchas que podemos calificar como machistas, las cuales son perpetradas por sujetos de todas las edades, de todas las nacionalidades, de todos los estratos sociales y económicos.
Dicho de otra manera: el único rasgo que comparten todos estos sujetos es que son de sexo masculino. Es decir, hombres que reproducen hasta el extremo más brutal una cultura machista. Individuos que han sido socializados para el dominio y para el ejercicio de la violencia con el objetivo de mantener o restaurar un orden en el que nosotros somos los privilegiados.
Unos machitos que también conciben el amor y la sexualidad desde el control y el dominio. Unos tipos que son incapaces de reconocer la equivalente autonomía de sus compañeras. Los que hacen posible la permanente reinvención del patriarcado desde la asunción acrítica de que ellos han nacido para ser los amos, los putos amos.
La violencia de género es, pues, un problema masculino que sufren las mujeres. Con ello no quiero decir que todos los hombres seamos maltratadores, como tampoco que todos seamos ni violadores ni puteros. A lo que me refiero es a que la raíz de este drama social se halla en un modelo de masculinidad que en el siglo XXI continúa prorrogando nuestro estatus privilegiado y, ligado a él, el uso de múltiples violencias mediante las cuales mantenemos nuestro poder. Todo ello aderezado con los mitos del amor romántico que tanto ayudan a que las mujeres sigan entendiendo que su lugar es el de la sumisión y que nosotros hemos nacido para ser conquistadores. No sólo de los territorios, sino también de los cuerpos y hasta de las vidas de quienes durante siglos fueron educadas para el silencio.
En consecuencia, y por más que sean necesarias leyes y políticas públicas dirigidas a reducir al máximo unas violencias que a todos nos deberían helar el corazón, difícilmente las cifras dolorosas irán reduciéndose si no revisamos cómo nos seguimos construyendo conforme a las expectativas de lo que implica ser un hombre de verdad. Ésas que desde jovencitos, cuando apenas somos unos niños, nos insisten en que nuestro destino va a ser el poder y que la ira, la agresividad o la violencia serán siempre fieles compañeras. De ahí la urgencia en trabajar con los más jóvenes, ésos que parecen tener normalizado el maltrato en las relaciones de pareja y que ahora, en el espacio salvaje de las redes sociales, no dejan de repetir modelos tóxicos.
En este mes de noviembre, en el que de nuevo veremos a las instituciones, a los medios de comunicación y a buena parte de la sociedad movilizados en torno al 25N, los hombres decentes, es decir, los que ni somos maltratadores, ni nos sentimos parte de ninguna manada, deberíamos dar un paso hacia adelante en nuestro compromiso.
Deberíamos convertirnos en sujetos incómodos para nuestros iguales, poniendo en evidencia sus complicidades, por acción u omisión, con el machismo. Deberíamos empezar a entender que nuestras madres, hijas, amigas y compañeras están hartas y cansadas, y que ha llegado el momento de asumir nuestra responsabilidad y no limitarnos a la sonrisa políticamente correcta del que ya no se atreve a decir en público que es machista. Es una cuestión de justicia, de igualdad, o sea, de democracia. Y de vida.
Porque siguen siendo ellas las que la pierden, o las que la conservan malherida, por el simple hecho de ser mujeres. Un drama que sólo cesará cuanto dejemos sin aliento al machito que, conscientes o no, todos llevamos dentro.
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